domingo, 12 de febrero de 2012

Un Cuento de San Valentín

por Young Neil



Érase una vez en una tierra muy lejana, un rey que no creía en mariconadas, joterías, romance, cursilerías, ni desperdicio de esperma —y por lo tanto, virilidad— a causa de una mujer. El rey prohibió a todos sus soldados casarse y sostener relación amorosa —y creo que también sexual, aunque nadie nunca lo menciona—, con el afán de que pudieran aprovechar toda esa testosterona acumulada, esas ganas de pelear y esa energía guardada en batalla. 
   Pero también había un sabio y medio exhibicionista sacerdote —o rebelde sin causa, ahora no lo recuerdo muy bien— que, pese a la restricción real, se encargaba de casar, o seáse arrejuntar, a las parejas de soldados con sus doncellas [y también una que otra de soldado con soldado], no sin dejar de cobrarles cierta cuota por los servicios prestados.  
   El rey de aquella lejana tierra [romana, si mal no recuerdo] estaba fúrico, rabioso, muy sulfurado con la actitud de este capillero de mierda; ordenó matar al sacerdotucho ése para mandar un mensaje a su pueblo, el mensaje de la castidad para la batalla victoriosa. El querido —y ahora, muy adinerado— predicador de amor terminó perdiendo su vida en nombre del amor, fue decapitado mientras se quemaba en la hoguera y unos perros lo atacaban en los genitales [es decir, sus huevitos]; bueno tal vez exagero con el castigo, pero sí terminó muerto.

   Desde ese día y hasta nuestros tiempos, honramos su sacrificio comprando globos de color rojo —debido a la sangre derramada por su cuello cercenado—, regalando paletas en forma de corazón —recordando cómo la sacerdotisa maya le arrancó el corazón para ofrecerlo a los Dioses y al rey de aquella tierra—, haciendo chocolates con formas diversas —haciendo memoria de... estemmm... lo que comieron en su funeral— y, por supuesto, compartiendo el día con la persona que amamos, sea soldado o doncella; o claro, amargándonos en la soledad de no tener con quién pasar el día y terminando como el rey de aquella lejana tierra: solos, sin sexo, amargados y cubiertos de sangre ajena.
 
YN